Córdoba, España
Cordobés y cordobesa de los pies a la cabeza
Por Manuel Ramos Gil
Mucho se ha escrito sobre las cualidades, usos y costumbres que conforman un arquetipo del cordobés. Habrá quien niegue la mayor, aunque para mí el cordobés y la cordobesa «de los pies a la cabeza» son reales. A ver qué opinan.
Mal comenzamos si entre los vuestros no hay algún Rafael o Rafaela, de buen porte y elegancia, porque aunque no conozco estadística fiable al respecto, considero al cordobés y cordobesa muy bellos. Y aunque abunda la mujer morena, no es la única, pues las hay rubias de mucha solera. De estas últimas, nos dicen que ya las hubo en los harenes de nuestros reyes omeyas, pero lo cierto es que tras la reconquista, en sus genes debe abundar, además de la mora, la sangre castellana, navarra y la leonesa.
Respecto a nuestra historia, el cordobés nota sobremanera su importancia y su gran peso, y ello lo carga de responsabilidad porque, a diferencia de los de otros pueblos –que pueden despachar su historia con un relato somero–, en Córdoba es mejor no meterse en este sembrado. Y si finalmente el cordobés entra al trapo, solo destacará la importancia de nuestra ciudad en la Antigüedad como capital de la Bética y con los moros durante la Edad Media, apoyando su sentencia con la mágica cifra del millón de habitantes que le enseñaron en la escuela.
Porque el cordobés es muy de sentenciar. Es su carácter senequista, cuyo significado resulta difícil de explicar. Quizá apunten en la dirección correcta adjetivos como el de pausado, reflexivo, observador, auténtico, introvertido a primera vista, etc. En definitiva, muy distinto al sevillano.
Porque así es, el cordobés mantiene una rivalidad histórica con Sevilla y con su gente que, sin embargo, no tiene con otras ciudades de Andalucía. En esa rivalidad el cordobés reivindica su personalidad, al tiempo que reconoce muchos aciertos de la capital hispalense y, por qué no, la chispa inicial de su gente que a él le falta.
El cordobés siente la Mezquita como propia y le profesa una gran devoción. Por ello, ni que decir tiene, no serás «cordobés de los pies a la cabeza» con o sin componente religioso de por medio, si cuando te viene gente de fuera no la llevas al monumento, o si te vas a la playa el primer día de Semana Santa, sin haber visto a la Borriquita, que es lo primero; o si no pisas al menos la feria un día entero. ¡Ojo! y no te valdrá de excusa alegar que te gustaba más la Feria en la Victoria, que donde ahora se encuentra, porque eso ya no cuela.
Al cordobés auténtico le gusta ir de vez en cuando a las tabernas de las plazas y callejas, y tomarse en ellas primero una caña y después, si encarta, de fino, hasta la botella entera. Mientras, explicará a sus invitados que a diferencia de lo que pudieran pensar, el medio es el vaso lleno hasta arriba, hasta la coronilla, mientras que la copa es la que se sirve media.
Lo anterior parece que es reflejo del carácter históricamente inconformista del cordobés, de su tradicional rebeldía. Recordemos en este punto, sin tener que irnos a los tiempos de Maricastaña, cómo Córdoba fue la única ciudad de España con un gobierno comunista que perduró muchos años; o cómo, paradójicamente, su alcaldesa, Rosa Aguilar, era profunda devota de los Dolores; o cómo al también comunista y alcalde Julio Anguita lo podías encontrar ensimismado viendo pasos hasta altas horas de la madrugada.
Pero es que no me creo que seas de Córdoba si no te emocionas cuando rompe el azahar en primavera, si no te vas de caracoles a una plazuela, o no te subes de perol a la parcela, o si tampoco pasas nunca por la Judería, por el Gran Capitán, por las Tendillas o la Corredera.
No digo ya ir a los toros, hablo de cultura taurina, y sería casi imposible calificarte de cordobés si no conocieras a Manolete, Lagartijo o Guerrita. Pero será para nota si además sabes de Chiquilín, Finito, el Pireo, José Luis Moreno y Cañero.
El cordobés venera a sus patios y a sus macetas allí donde esté y viva donde viva, sea en la Villa o en la Axerquía, que son las partes nobles y viejas o, por el contrario, en los antiguos arrabales, que hoy constituyen las zonas nuevas. Esa veneración es muestra del mucho aire libre necesitado por el cordobés, por lo que tú no estarás al nivel si eres de los que no te gusta coger espárragos en la sierra, o no subes jamás a las Ermitas, a las Jaras o a Trasierra; si eres de los que en los bares prefieres estar dentro que fuera, y prefieres siempre la casa a la calle o la taberna, además de no tomarte nunca la espuela.
Espero que os miréis sonriendo en este cariñoso espejo, que sigamos siendo la envidia del mundo. Pero antes de terminar, como cordobés que me siento –aunque no diga eso mi documento–, sentenciaré diciendo que tú no serás «cordobés o cordobesa de los pies a la cabeza» si no honras el sombrero, la siesta, el gazpacho, el flamenquín, los rabos, las berenjenas y el salmorejo; si no sabes lo que es Córdoba la Vieja, las Costanillas, la Piedra Escrita, el Bailío, la Fuenseca o el Tablero o si piensas que la Axerquía está en Málaga, San Pedro en Roma o Santiago en Compostela.
Y apostillaré incidiendo en que poco tendrás de cordobés si vas contando por ahí que, a lo largo de tu vida, has veraneado en Marbella o en cualquier otra playa del mundo entero, pero de los Boliches y Fuengirola, sin embargo, no guardas ningún recuerdo.
Córdoba, ¡qué bonita eres!
Por Verónica Esquinas Sánchez
Si algo indentifica a Córdoba es su riqueza patrimonial, su climatología, sus costumbres y su esencia. Aunque es una ciudad altamente conocida por poseer uno de los monumentos más emblemáticos del mundo, La Mezquita Catedral, junto con el Festival de los Patios, que en el 2021 celebrará su centenario, os quiero contar sobre la Córdoba más discreta.
Aquella que se esconde en esas callejas donde el visitante es casi inexistente y os describiré los lugares más auténticos y diferentes que dan ese toque de magia a la ciudad.
Debemos reconocer que la buena climatología es un extra que hace que podamos vivir una primavera maravillosa junto con un otoño cálido para explorar visualmente una belleza incomparable que deleitará los cinco sentidos.
Córdoba posee una amplia gama de festividades ya consolidadas que se repiten año tras año, destacando las siguientes: Cata del vino Montilla-Moriles, Cruces de Mayo, Fiesta de los Patios, La feria de Córdoba, Semana Santa, el Otoño Sefardí, Kalendas, Festival Internacional de Música Sefardí, Noches de Ramadán, Cosmopoética, entre otras.
Añadir también que no podemos olvidarnos de un personaje ilustre de fama internacional, Julio Romero de Torres (pintor icónico cordobés), quien este 2020 cumple su 90 aniversario de su muerte (1930-2020).
En cuanto a las tradiciones más representativas, encontramos una gran riqueza artística en el flamenco y en la música. Contamos además, con destacados bailarines, tablaos flamencos que engalanan los sentidos y anualmente celebramos el Festival de la Guitarra seguida de la Noche Blanca del Flamenco de gran acogida y aceptación a nivel internacional.
Cuando caminamos por la judería nos embaucamos en el pasado, recorremos siglos y siglos de historia para aterrizar de manera fortuita en una antigua era con mucho encanto. Los cordobeses somos el eje que une esa belleza con la forma de verla, damos todo lo que somos a esos turistas que vienen llenos de ilusión a visitar nuestra ciudad, por tanto nos calificarían como una población agradable, servicial y auténtica.
De todos es sabido que Córdoba cuenta con cuatro inscripciones en la Lista del Patrimonio Mundial de la Humanidad concedidas por la Unesco: La Mezquita-Catedral (1984), el centro histórico que la rodea (1994), la Fiesta de Los Patios (2012) y Medina Azahara (2018).
La gastronomía, de gran calidad, está compuesta por productos de nuestra tierra. La comida cordobesa tiene una rica tradición culinaria con gran influencia de la cocina andalusí, sobresaliendo entre muchos platos: los gazpachos andaluces, el salmorejo cordobés, el rabo de toro, el flamenquín, etc.
Ello nos da una gran ventaja porque aun siendo una ciudad con historia, hubo un tiempo donde llegó a su máximo esplendor y hoy día no nos quedamos atrás.
¿Qué más tiene Córdoba? La belleza de sus patios es indiscutible. Un festival que año tras año nos deleita los sentidos con su aroma especial y el trabajo por parte de sus cuidadores.
La Axerquía, corazón de Córdoba
Si nos adentramos en la Axerquía cordobesa, una parte de la ciudad casi desconocida, hallarás magia, rodeándote del día a día, del corazón de Córdoba. En una calle llamada de las Cabezas, se ubica uno de los museos más característicos y novedosos, con apenas seis años de trayectoria desde su apertura, lleva en su espalda una gran reforma arquitectónica de más de trece años.
La casa-museo «Casa de las Cabezas», anexa a la Calleja de los Arquillos, unas de las callejas más conocidas de la ciudad, conocida por la leyenda de los Siete infantes de Lara, leyenda que si quieres descubrir, tendrás que visitar tan bella estancia de época medieval (siglo XV-XVI).
Accedemos por un zaguán, que nos da la bienvenida como suele ser costumbre en este tipo de viviendas, a través de una reja que da a un gran patio, denominado Patio de Recibo, como su nombre indica era el lugar idóneo para recibir a personajes ilustres, familiares y amigos. Dicho patio, es un patio señorial donde predomina el verde, la vegetación, las plantas medicinales que tenían por costumbre utilizarse para diferentes menesteres hogareños.
Luego descubriremos diferentes estancias divididas en dos grandes bloques: a la derecha, las estancias masculinas y a la izquierda las de uso femenino. Por esa época era costumbre diferenciar y dividir las habitaciones por sexos.
A continuación nos encontramos con el despacho, el salón-comedor, la sala principal (de uso común para damas y caballeros), el estrado femenino, el patio del pozo anexo a la cocina y el patinillo (denominado así por su estrechez característica y su uso meramente doméstico).
En la planta superior de la casa (usada principalmente en invierno) hallamos la misma distribución de las estancias, junto con ejemplos explícitos de los dormitorios, tanto de caballero como de la dama.
Es un honor poder disfrutar de semejante visita, pero aún hay muchísimo más. La Axerquía está llena de callejas, leyendas, diversos lugares donde el turista se sentirá hechizado, pudiendo descubrir una zona diferente donde lo cotidiano se une con museos y monumentos menos conocidos.
Mi experiencia tanto laboral como personal en el sector turístico añadiendo mi pasión como ciudadana cordobesa por la cultura y el patrimonio de Córdoba, han hecho darme cuenta que los foráneos prefieren de vez en cuando dejarse llevar, descubrir por ellos mismos lo desconocido pero sobre todo, soñar como antes nunca lo habían hecho, en una ciudad llena de historia, tradición y vida.
Córdoba, la sultana
Por Ana de Diego
“Romana y mora, Córdoba callada”, como la describió el poeta andaluz Manuel Machado. Mejor recorrer la ciudad una serena noche de primavera o de verano, a ser posible, acompañado de algún lugareño que conozca las leyendas que esconde cada rincón, entre aroma de claveles.
La ciudad de Córdoba, hoy Patrimonio de la UNESCO, fue fundada allá por el año 169 a.C., por el general romano Marco Claudio Marcelo a orillas del río Guadalquivir, tras vencer a las tribus autóctonas, los turdetanos, ya bregados en defenderse de anteriores invasores.
La llamó Corduba, que significa: “Altozano junto al río”. De Roma, capital del Imperio Latino, heredamos el idioma, el derecho jurídico, su avanzada ingeniera y un templo de mármol erigido a sus dioses en el siglo I d.C. Solo se conservan ocho columnas coronadas por capiteles corintios y algunas ruinas.
Córdoba le dio a cambio, al invasor Lucano, uno de los mayores poetas latinos y a Sócrates, el gran filósofo al que Nerón empujó al suicidio.
En otoño Córdoba celebra un concurso de catadores de sus vinos y aceite de oliva, cultivos que Roma nos legó. Recuerdo de aquella época es el Puente Romano, que cruza el Guadalquivir de dieciséis arcos separados por amplios tajamares.
La civilización latina fue desplazada por los vándalos, invasores que no dejaron más huella que la desolación, incluso la palabra “vándalo” aún conserva el significado de destrucción, y que fueron empujados hacia Gibraltar por otro pueblo centroeuropeo: los visigodos, que se apoderaron de toda Hispania. Su nivel cultural era inferior al del pueblo dominado, por lo que siguió prevaleciendo la cultura y el idioma latino.
En el año 711, un ejército procedente de África, venció a los visigodos, haciendo de Córdoba su capital, hasta que desde Damasco llegó un califa, huyendo del usurpador de su trono, fundando aquí un califato.
El mayor monumento que nos dejaron los árabes es la mezquita cordobesa, considerada una de las joyas de la arquitectura omeya y que hoy juega a ser Catedral cristiana. Se accede a ella por el Patio de los Naranjos, perfumado de azahar.
El templo es un extenso bosque de columnas de mármoles arrancados de antiguos edificios romanos, rematadas por arcos de herradura donde se apoyan bóvedas adornadas con los típicos arabescos vegetales. Cada año Córdoba recuerda su pasado moro en un campeonato ecuestre de caballos árabes.
Cerca de la mezquita-catedral se conserva el Barrio Judío. El primero fue aniquilado por musulmanes venidos del norte de África para apoyar a los moros usurpadores. La región fue reconquistada en 1236 por el rey castellano Fernando III, más tarde apodado El Santo.
La arquitectura cambia de signo y se levantan iglesias siguiendo el modelo románico de la época, de las que hay ejemplos repartidos por la ciudad. Aparece el arte mudéjar característico de la cultura hispana medieval, arquitectura cristiana con influencias árabes, practicada por los mudéjares o moros que permanecieron en suelo cristiano tras la reconquista, pudiendo ejercer libremente su religión y tradiciones.
Los hebreos fundaron otra judería que habitaron entre los siglos XIII al XV. Así es como durante un tiempo en Córdoba convivieron, aunque no sin problemas, tres culturas y religiones. A finales del XIV llegaron a Córdoba las revueltas antijudías que recorrían Europa desde que se les acusó de envenenar las aguas para provocar la terrible pandemia de la Peste Negra, que diezmó la población europea.
En ocasiones, fueron los propios conversos, judíos cristianizados, los que por envidia o ambición, encendieron los ánimos de los cristianos contra sus antiguos correligionarios. En 1492, Isabel La Católica decretó la expulsión de los judíos. Rememorando aquella “Córdoba de las tres culturas”, se celebra anualmente un mercadillo de reminiscencias medievales, en torno a la islámica Torre de Calahorra, defensa que protegía la entrada a la ciudad.
En la Judería se conserva la sinagoga. En sus muros revestidos de filigranas de yeso y arcos ciegos profusamente decorados, la escritura hebrea se vuelve escultura. Arcos de medio punto y lobulados, levantados unos sobre otros, sostienen la modesta bóveda de madera que sustituye a la original, ya desaparecida.
Anualmente un festival de música sefardí, la cual recuerda a aquella injusta expulsión. Y en otoño, Córdoba se vuelve otra vez judía con jornadas europeas sobre cultura hebrea.
La Plaza de la Corredera, del siglo XVII trae reminiscencias de las plazas mayores castellanas. Una sucesión de arcos de medio punto recorre sus cuatro lados ricamente coloreados, sobre los que apoyan tres pisos. Dicen que algunas noches aún se escuchan los lamentos de dolor de aquellos que, acusados de seguir las corrientes luteranas o desviarse del más ortodoxo catolicismo, fueron quemados vivos en autos de fe en la plaza.
Sus terrazas, bares y restaurantes ofrecen al viajero las delicias de la gastronomía cordobesa, destacando su famoso guiso de rabo de toro, las frituras de pescaíto y los chopitos, que aquí llamamos puntillas. También el refrescante salmorejo, acompañado de lascas de jamón ibérico y rodajas de huevo duro. Todo regado con los vinos de la región, los internacionalmente famosos Olorosos, Finos o Moriles-Montilla.
En la pequeña Plaza de los Capuchinos se encuentra la escultura más venerada por los cordobeses: el Cristo de los Faroles de 1794, llamado así por los ocho faroles que le rodean, simbolizando las ocho provincias de Andalucía. Es una recoleta placita que aún conserva en el suelo, el empedrado antiguo de las calles de Córdoba.
Dice una vieja leyenda que algunas noches, cuando una iglesia lejana da las doce campanadas, unos pasos sigilosos anuncian la llegada de un encapuchado que se acerca ante la verja de hierro que, en el centro de la plazuela, custodia la imagen del Cristo y le susurra una oración. Es el alma de un antiguo soldado que al verse asaltado por unos bandoleros, se encomendó a Cristo. Aquella medianoche se despertó en la silenciosa plazuela, justo a los pies del Cristo de los Faroles.
Desde entonces va a agradecer a la imagen el milagro de su vida y luego se desvanece en la noche. Es una de las muchas leyendas que recorren las noches cordobesas. Hasta el Cristo de los Faroles sube el olor de las buganvillas que tapizan los muros.
Celebraciones y festividades
Toda España conmemora la Semana Santa. El expolio de los franceses durante la invasión de 1808, no pudo acabar con las espléndidas imágenes talladas durante los siglos XVI al XIX.
Las iglesias sacan en procesión sus pasos o grupos escultóricos que rememoran diferentes momentos de la pasión, muchos de ellos tallados por artistas de renombre mundial, rodeados por nazarenos fieles vistiendo hábitos de tonos blanco o negro o morado, en señal de penitencia o en cumplimiento de una promesa.
El olor a incienso y a cera de los cirios invade la noche. A intervalos el silencio es roto por el lamento desgarrador de una saeta, canto tradicional con que un espontáneo rinde homenaje a su fe.
Andalucía adora las flores y las flores adoran a Andalucía. Y Córdoba a la cabeza. Famosa por sus concursos donde los patios de las casas típicas cordobesas ubicadas en los aledaños de la Judería, durante los primeros días de mayo, se celebra una Batalla de Flores en agradecimiento al resurgir de la vida tras el invierno.
Es la fiesta de la Cruz de Mayo donde los barrios compiten entre sí, con grandes cruces realizadas con diferentes clases de flores. Cabalgatas de carrozas y carros (no coches) adornados con flores y mantones de manila, tirados por caballos andaluces, recorren la ciudad en una celebración ancestral de la primavera.
Las tabernas de los barrios sirven al visitante tapas, típico aperitivo español que acompaña al vino fino o al otro, el oloroso, para que “no se suban” como se dice por aquí. Y, por las noches, espectáculos de coplas, flamenco y bailes con trajes de volantes.
Esta Córdoba religiosa saca, a comienzos de mayo, sus reminiscencias paganas, aquellas que la cristianizada Roma no le pudo arrancar ni la temida Inquisición pudo quemar. Es tiempo de pasear y disfrutar de las noches calladas, impregnadas de aromas de jazmines.
Córdoba se llena de forasteros para asistir a una de sus fiestas más populares: la de los Patios Cordobeses. Herencia romana, es la articulación de la vivienda en torno a un patio en cuyo centro suele haber una fuente o un pozo. Una comisión de expertos recorre el casco antiguo, para premiar a los mejores patios decorados y que han sido mimosamente cuidados durante todo el año para intentar conseguir el galardón.
En otoño la poesía se adueña de las calles cordobesas con su Cosmopoética, festival internacional organizado por el Ayuntamiento con colaboración de varios organismos estatales relacionados con la cultura.
Córdoba fue cuna del gran poeta del Siglo de Oro español Luis de Góngora, creador de la corriente literaria a la que da nombre, también llamada culteranismo, coetáneo de genios como Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Calderón. Su precaria situación económica, debido a la confiscación de los bienes familiares por parte de la Inquisición, le obligó a emigrar a Madrid buscando hacerse un hueco entre los literatos y poetas del momento.
Cada ciudad con embrujo tiene su pintor embrujado por su ambiente. Aquí posee un museo Julio Romero de Torres, el que “pintó a la mujer morena, con los ojos de misterio y el alma llena de pena” según dice la copla. Sus mujeres miran al espectador como si pudieran verle el alma.
Junto a ésta crece otra Córdoba enganchada al progreso y espejo de cualquier ciudad contemporánea. Con estas líneas busco hacer un pequeño homenaje a todas las Córdobas que hay en el mundo y mostrar la mía, la Corduba romana que debe su nombre a que un ejército latino la edificó en una loma, al pie del río que la recorre.
Córdoba, mi Córdoba, ciudad llena de historia
Por Antonio López-Rodrigálvarez de la Peña
Por ella pasó toda cultura que, por suerte o por desgracia, pisó alguna vez la Península Ibérica. Les presento a la Córdoba española, cuna del río Guadalquivir, situada al sur de España y al norte de Andalucía.
Se nos caracteriza, como a la mayoría de los andaluces, por nuestra afabilidad y simpatía. Para comprobar esto sólo es necesario ir a la feria cordobesa que se celebra por mayo. Serán bien atendidos en cualquier caseta, donde encontrarán a la hospitalidad personificada.
Encontrarán también que Córdoba dispone de un fabuloso clima mediterráneo, donde la hermosa flora crea paisajes dignos, sin duda, de una absoluta veneración por la naturaleza. La estación ideal para visitar Córdoba es en primavera, cuando parece que la ciudad estalla en una orgía de colores y aromas que destilan, entre otros, los jazmines y los azahares, comunes en cualquier rincón de la ciudad.
Por otra parte nuestras costumbres están centradas en la estación antedicha. La feria es una hermosa tradición donde se unen cante y baile flamenco. Durante las Cruces de Mayo, se adorna una cruz de madera con flores generalmente rojas como símbolo del arraigo cristiano en la cultura de la ciudad.
También la Batalla de las Flores que se celebra el último domingo de abril y prologa lo que vendrá a llamarse el “Mayo cordobés”; y tantas otras festividades en las que la ciudad se llena de vida y jolgorio, marcándose con la alegría de los cordobeses.
Considerado un arte tenemos el toreo, festejo propiamente andaluz, con el que Córdoba despuntó dando a luz a Manuel Rodríguez Sánchez, “Manolete”, calificado uno de los mejores toreros de la historia.
Otra costumbre que no es propiamente nuestra pero la celebramos con devoción es la Semana Santa, donde se sacan a la calle retablos con imágenes de cristos, vírgenes y representaciones desde la llegada de Jesucristo a Jerusalén hasta su muerte y resurrección.
En el ámbito cultural, Córdoba tiene la suerte de haber contado entre sus ciudadanos a algunos escritores de renombre en su época, desde el tiempo del Imperio Romano con Lucano, poeta latino, hasta Leopoldo de Luis, poeta contemporáneo; pasando por Luis de Góngora, célebre poeta y creador de la corriente literaria del culteranismo, y por el Duque de Rivas, poeta y dramaturgo romántico.
Además contamos con la maravillosa fundación Gala, que promociona a jóvenes artistas de todo el mundo para que, durante un año entero, se dediquen a profundizar su estudio en su rama artística. Es trabajo muy loable, el que realiza el escritor cordobés Antonio Gala.
Pero no sólo en la rama literaria tenemos a personajes célebres. En nuestro seno nació también el excelso pintor Julio Romero de Torres, quien pertenece a la corriente modernista de la pintura y que se rodeó de la vanguardia de su época como, por ejemplo, Valle-Inclán, poeta y dramaturgo modernista.
La comida tradicional cordobesa forma parte de una dieta mediterránea rica en aceite de oliva y productos agrícolas. Ejemplos de esto son el salmorejo o el gazpacho, que se elaboran con pan, ajo, aceite de oliva y tomate. Lo único en que se diferencian entre sí es la cantidad de agua que se le agrega a cada uno.
También nos encontramos, como plato cordobés por excelencia el flamenquín, hecho con pan rallado, huevo y jamón. El rabo de toro que consiste en un guiso hecho a partir de rabo de toro o de vaca, zanahoria, cebolla, tomate y ajo; la japuta en adobo, que es la fritura del pescado macerado en adobo; los caracoles que se cuecen y se hacen en salsa, etc.
Esta gastronomía es el claro ejemplo de la austeridad cordobesa, ya que ninguno de los platos anteriores requiere de mucha preparación o de muchos ingredientes.
Córdoba es característica, como toda Andalucía, por el flamenco. Lo que Lorca denominaba “duende” se puede encontrar, sin mucho esfuerzo, en la guitarra que toca un cordobés. Sus acordes son vibrantes y sus notas emotivas. No encontrarán, creo yo, a un cordobés que no se emocione o que, por lo menos, no disfrute del flamenco.
Una variante de éste es el vito, una danza tradicional cordobesa rítmica y alegre, receptáculo de toda la fuerza que Córdoba tiene para ofrecer.
Así pues, Córdoba es una ciudad con arraigo en la cultura andaluza y española, nido de artistas célebres y dueña de una excelente gastronomía y una loable tradición.
Papi, ¿tú vivías en un pueblo?
Por Francisco Javier Redondo Camacho
En las noches de estío, cuando más nos cuesta conciliar el sueño, para intentar que Morfeo llevara a mis hijos Álvaro y María al país de los sueños les contaba historias, aventuras y desventuras de cuando yo vivía en mi pueblo, pues les apasionaba tanto el escucharlas como a mí el contárselas.
Las calles de Córdoba y de sus pueblos suelen estar flanqueadas por decenas de naranjos que además de dar sombra y abrigo a los pajarillos, embriagan toda la ciudad con su aroma de azahar especialmente en primavera. Olor que anuncia los días de luz primaveral, la Semana Santa, la fiesta de las Cruces de Mayo, el Festival de Patios y las añoradas temperaturas cálidas. Llega la ropa fresca de colores alegres y floridos, pantalón corto, camisas de lino y juegos infantiles en plena calle y, por supuesto, ganas de pasear, muchas ganas de pasear por la ciudad.
Hoy, tras el paseo vespertino, al llegar al portal de ese bloque de pisos tipo colmena en el que los infantes ni siquiera pueden dar una carrerilla para liberar alguna adrenalina, mis hijos traían las manos sucias, pero con un olor a naranja verde de haber jugado con ellas que al entrar al ascensor me transportó, además de en el espacio vertical, cuarenta años atrás.
Manos sucias y pegajosas de bendito olor a niñez que me llevó a mi pueblo de la campiña cordobesa, de casas blancas con ventanas enrejadas y persianas de esparto, de calles empedradas con aceras de grandes losas de piedra, de olivar de secano, de tañir lastimero de la campana de la torre.
En mi pueblo, la Plaza de los Naranjos, por su amplitud y ubicación, se convertía en el centro neurálgico. Estaba presidida esta por el regio edificio del ayuntamiento. En el centro, altas y alineadas farolas con base en piedra y mástil de forja negra. Tomaba esta especial relevancia durante las fiestas más destacadas, Semana Santa y Navidad, pero sin duda era punto vital en las noches de verano.
Cuando el sol ya se había escondido tras los altos tejados a dos aguas de la parroquia de la Asunción, de inclinadísima torre sin nada que envidiar a la de Pisa, todas las tardes de verano sin excepción nos dábamos cita en la plaza los amigos y no tan amigos para disputar el partido que no pudimos terminar la noche anterior.
Cada banco se convertía en portería. El fútbol era nuestra pasión pero estaba prohibido por la policía municipal, que a pesar de su característico atuendo con gorra de plato, bien visibles desde lejos, te pillaban, te regañaban y encima te quitaban la pelota.
Paro la solución a esos males estaba en kiosco de “Quitoli”, para proveer a los incansables futbolistas. Recuerdo este como el más surtido, pero también el más peligroso, ya que los coches pasaban rozando el bordillo de la estrechísima acera en esquina. A diario a mil y un niños que por su kiosco desfilaran a mil y uno que advertía del peligro de los coches y, como es lógico, nosotros, en nuestra inconsciencia, ni mirábamos al cruzar y el hombre desesperaba.
No obstante, todos los días no podías comprar una pelota, eran tiempos más austeros y había que ser despabilado, vivo, rápido, astuto, sagaz, buscavidas e inconformista y si faltaba pelota pues usábamos naranjas verdes para jugar el “partidillo” que nunca terminaba.
Convertíamos a los naranjos en proveedores inagotables de material lúdico si el partido iba bien o de artillería si se complicaba la cosa y terminaba en batalla campal. Los pobres árboles sufrían los continuos embates, previo salto desde el banco de piedra que a esas horas del atardecer emanaba fuego desde su interior y que hasta bien entrada la noche no se refrescaba. A pesar de ello eran el soporte de transacciones de estampas (cromos) de futbolistas con los supercotizados fichajes de la temporada.
Cuando la sed parecía que nos ganaba la partida, teníamos dos opciones. La primera y más cercana, era “Casa el Potico” taberna típica, seria y muy respetable, de decoración sobria con algunos cuadros de toreros y poco más, donde entrabas y muy educadamente solicitabas un traguito de agua. Importante no perturbar la reunión de los señores que allí conversaban sentados en silla de enea alrededor de una gran mesa con encimera de mármol blanco al frescor de un medio de vino “fino”, castizo, de la tierra, de Montilla Moriles.
La segunda opción era bajar a la “Casa de la Juventud”. Un gran edificio de dos plantas de fachada de ladrillo a dos colores, rojizo y albero claro con amplías ventanas y situado a los pies de la plaza. Era punto de reunión de jubilados y, paradójicamente, se llamaba “La Juventud”, cosas de mi pueblo… Pues bien, allí te esperaba ese enorme y pesado botijo o porrón de verano que casi no podías levantar y que te aliviaba tanto del calor interno como externo, ya que el “pitorro” (boca por donde sale el agua) era tan grande, que dejaba salir más agua de la que tú podías tragar, chorreaba y te empapabas.
Y de allí, a seguir jugando el partido. Cuando te dabas cuenta te echabas las manos a la cabeza al ver que la puntera de tus zapatos recién estrenados, parecía estar un poquillo desollada y por más saliva que le dabas, aquello no tenía remedio. Sabías que tu madre te iba a reñir, otra vez, pero “de perdidos… al río”.
Las esquinas de la plaza que recuerdo especialmente son dos. Una la de “Palacios”, barbero de los de antes, con olor a colonia de hombre, batín blanco corto con bolsillo delantero a la altura del pecho para el peine. El sillón de porcelana lacada blanca y acero con reposapiés de hierro calado, inalcanzable y mucho más inalcanzable cuando te sentaba en un suplemento de madera que colocaba sobre el asiento de escay burdeos. Era punto de reunión de varones cuyos temas de conversación eran fútbol, olivar, caza.
Maquinilla en ristre, te dejaba la cabeza como para irte a la mili. Me aterrorizaba especialmente la sensación de la cuchilla apurando el cogote y las patillas. Pero como un “tío” que eras ni una lágrima salía de esos ojos que buscaban en el espejo, sin moverte y con el rabillo del ojo, la complicidad del rubio de mi hermano que, esperando turno, oías pensar, “aguantarnos toca”.
Pero cuando este mal rato terminaba, las penas se disipaban en segundos. Esto era señal inequívoca de que el verano estaba aquí. Se terminaba el colegio, se ponía el toldo que cubría el patio, lo que daba un ambiente casi místico a la casa. Las macetas de “pilistras”, los gorriones volantones o “guacharros” se caían de los nidos, las siestas eran interminables, el camión de riego cada noche pasaba y refrescaba el pueblo entero. El cine de verano, los polos de hielo, y para algunos privilegiados la playa esperaba.
Para otros solo había manguera, barreños y cubos de zinc en el corral ¡qué felicidad!.
Volviendo a la plaza de los Naranjos, la otra esquina que recuerdo era la de la droguería de “Fuentes”, donde previo a los Reyes, tomaba especial interés de todos ya que en sus escaparates, con marco de madera despintada y algo carcomida, exponían los juguetes que, adornados con guirnaldas y bolas de Navidad, nos hacían soñar y en qué forma. Una vez dentro de la droguería, pasando bajo el mostrador accedías por unas escaleras altísimas e inclinadísimas al almacén donde los juguetes, entre olor a detergente, colonia y (desinfectante) esperaban tu visita.
El fin de la jornada estival lo anunciaba una mirada al reloj de la torre. La abuela, con su moña de jazmines que daba olor a toda la plaza, anunciaba reiteradamente la retirada. Camino de casa, a la luz de las farolas ancladas en las blancas fachadas, encontrabas cientos de grillos y salamanquesas que asediaban a los bichos que revoloteaban en torno a la luz.
Si había suerte y “Domingo”, el señor de las avellanas, se cruzaba en el camino, con su cesto de mimbre en bandolera que a última hora ya cansado mecía al compás de sus pasos, como digo, si había suerte, la abuela invitaba a unas almendritas que sabían a verdadero lujo y si no, pues a casa, dando las buenas noches a los vecinos que en sus butacas ya a última hora salían a la calle a descansar de la jornada agotadora de trabajo y calor. Charlaban, reían y lloraban, se contaban sus vidas, se aconsejaban, se querían, se ayudaban, eran una gran familia.
Entrabas en casa por el zaguán protestando porque te habías dejado el partido a medias, llegabas al patio de paredes desconchadas, persianas verdes y en torno a este la cocina, los dormitorios, el salón….el toldo ya descorrido, macetas pintadas de verde y la puerta de la casa siempre abierta de par en par, para que corriera el aire…
Más ilusión que los dibujos animados de la tele despertaban estas historias en mis hijos y con los ojos ya casi cerrados preguntan:
Papi, ¿Y tú vivías en un pueblo? ¿Y cuándo me vas a llevar?.
Morante de la Puebla, obra de arte sin firma
Por Sergio Maya
Tarde bonita la vivida en la plaza de toros de los Califas de Córdoba, la única de primera categoría que abrió sus puertas en este aciago 2020. Había ganas de toros. Era un cartel diferente, original, una figura como es Morante de la Puebla y un torero revelación como Juan Ortega. Los toros eran de Jandilla a la que le faltó clase y fondo de raza que imposibilitaron mayores éxitos de los diestros.
El único toro que sirvió hasta el final fue el quinto toro, último de Morante de la Puebla quien realizó una obra de arte que quedará en el recuerdo de los cerca de 3.000 espectadores que acudieron al coso. Torería, arrebato, querer, toreo añejo… todo eso tuvo la faena de Morante. Lo hizo todo bien excepto la espada que le privó de dos orejas. Antes brilló en un par de quites, uno por verónicas al Segundo de la tarde y otro por chicuelinas al quinto, rivalizando por el mismo palo Juan Ortega.
El de Triana tuvo su actuación más destacada en su primero donde brilló al natural perdiendo la oreja con la espada y en el capote a la verónica del último. Sevilla, sin duda, tiene otro torero.
Abrió la tarde ‘Seminarista’, con cara y cuerpo de plaza de primera, al que Morante recibió con un toreo de capa con rodilla genuflexa, obligándole a humillar y abriéndole los caminos. Hubo sabor añejo en los lances del cigarrero. Cumplió en las dos entradas al caballo. Con más defectos que virtudes llegó el Jandilla al último tercio. Con poco recorrido y cara suelta no le facilitó el trabajo a un voluntarioso Morante de la Puebla. Dejó destellos de arte, tres derechazos, un trincherazo, un par de naturales y un toreo ‘gallista’ con el que preparó al burel para entrar a matar. Estocada habilidosa y varios golpes con el verduguillo. Silencio.
El segundo de la tarde, también bien presentado, le faltó fijeza y entrega en el capote de un Juan Ortega que toreó para el toro en el recibo. Le costó al toro llegar al caballo, ya que salía suelto. El primer duelo de la tarde llegó en quites. Primero Morante con tres verónicas y una media arrebatadas, con compás y a continuación Juan Ortega, por el mismo palo, pero con la figura erguida y la pata pa’lante con gran compostura y belleza. La informalidad fue la nota dominante del Jandilla. La faena fue de menos a más, llegando a su punto más álgido por el pitón izquierdo. El de Triana dejó dos tandas de naturales que fueron carteles de toros. Mentón en el pecho, figura relajada, acompañando con la cintura y muñecas rotas. Torería y empaque hubo en toda la obra. Solo la estocada baja le privó de pasear el primer trofeo de la tarde. Ovación.
‘Sietegatos’ no permitió el lucimiento de inicio de Morante de la Puebla. Cumplió en varas el de Jandilla. Bien banderilleó Juan José Trujillo. Se entendió bien con un toro que fue rompiendo en banderillas. Decidido comenzó la faena Morante por la izquierda en el tercio. Hubo naturales de gran factura, faltándole al toro la repetición. Le pudo más el de la Puebla con el toreo en redondo demostrando su excelsa torería y empaque en los cites. Tiró del Jandilla obligándole a seguir la franela por abajo, encajado en los riñones y alcanzando notas muy altas. Pinchazo, estocada y un golpe de descabello que le privaron de trofeo. Ovación.
Tampoco se dejó torear el cuarto de Jandilla de inicio. Se empleó el toro en el caballo donde empujó con los riñones. Sacó genio el toro en la muleta quedándose corto y sin entregarse. Juan Ortega lo probó por ambos pitones sin lograr el lucimiento y salvando un par de momentos de apuros. Dos pinchazos y estocada. Silencio.
El quinto de la tarde llevaba por nombre ‘Sarao’ no dejó el lucimiento de Morante en el recibo. Acudió con prontitud al caballo de Aurelio Cruz, quien señaló dos puyazos en el sitio. De nuevo volvieron a rivalizar en quites. Morante con chicuelinas garbosas, llenas de gusto y Juan Ortega le replicó por el mismo palo. Chicuelinas elegantes y templadas rematadas con una gran media. Lo bordó Morante en la muleta. El toro fue un perfecto colaborador, con clase y casta suficiente para transmitir a los tendidos. Se salió a los medios con torería, muletazos por alto y trincherazos artistas. Muy ligadas y profundas fueron las dos primeras tandas de derechazos en los medios. Después lo cerró un poco hasta llegar al tercio donde llegaron tandas de naturales donde ralentizó la embestida del Jandilla poniendo en pie a los tendidos. En las postrimerías de la faena llegó una tanda de toreo en redondo dándole los frentes y a pies juntos que fueron el enlace con una tanda de manoletinas muy particulares. Cerró con unos ayudados por alto a dos manos de gran belleza y sabor eterno. La espada se llevó las dos orejas. Vuelta al ruedo.
Cerró plaza el único Castaño del encierro con el que Juan Ortega pudo brillar con unas verónicas cadenciosas, embarcando con los vuelos y la figura relajada. Cumplió en varas. Dejó Juan Ortega unos muy suaves delantales, estéticos y sin obligar al toro. Se desinfló la raza del toro al llegar a la muleta. Desentendido, sin transmisión, ni clase. Se estrelló Juan Ortega. Estocada a la segunda. Silencio.
Ficha del festejo:
Plaza de Toros de Los Califas de Córdoba. Lleno de no hay billetes con las limitaciones de aforo.
Toros de Jandilla. 1º deslucido, 2º informal, 3º movilidad con genio, 4º con genio, muy deslucido, 5º noble y encastado y 6º desrazado.
Morante de la Puebla (caña y azabache). Silencio, ovación y vuelta al ruedo.
Juan Ortega (blanco y azabache). Ovación, silencio y silencio.
Incidencias: al romper el paseíllo se guardó un minuto de silencio en memoria de todos los fallecidos a causa del Covid-19 y antes se interpretó las notas musicales del Himno de España.