Córdoba, Quindío
Alba o el amanecer
Por Nathalia Baena Giraldo
Crónica de Alba Lucero Suárez y el poder femenino sobre la vida de la mujer
Alba no le tiene miedo a la muerte.
Dentro de todas las posibilidades de salvación que tiene el ser humano, existe una que no entra en esa ruleta constante y temblorosa que exige el simple hecho de vivir: la muerte. Sin embargo, cuando la vida te enfrenta de diferentes maneras a aceptar la no existencia de un ser que pudo ser, o de uno mismo, el olvido es la primera opción para mantenerse vivo.
En 1999 en un pueblo quindiano llamado Córdoba, rodeado de montañas colombianas, el lunes 25 de enero, Alba Lucero Suárez Osorio aprendió a olvidar. Un terremoto que no logró matarla la dejó en coma tres días: su casa cayó al asfalto, las paredes quedaron en forma de naipe y la memoria de Alba, que nunca le había fallado, no recuerda si ese día despertó feliz.
Habitante de Córdoba hace veintiocho años, hija de padres cafeteros y segunda en un hogar de once hijos -siete hombres y cuatro mujeres-, Alba es una de las mujeres defensoras y luchadoras por la vida de la mujer y de las niñas, en un municipio que ha sido contemplado bajo las riendas del hombre.
Su pelo es crespo, negro y abundante. Tiene 48 años y tres hijos que sí fueron: dos mujeres y un hombre. Las dos mujeres ya la hicieron abuela y como si fuera poco, sus hermanos y hermanas la consideran su segunda mamá.
“Hace 28 años vine a vivir a Córdoba. Me críe en una familia de papá machista, lo cual era natural en esa época, y hoy sé por qué mi papá me tenía más preferencia a mí que al resto de mis hermanos”.
Su recuerdo más antiguo es cuando construyó de niña, junto a su padre, la casita en la que vivieron por muchos años.
“Le ayudé en todo, sin reproches y sin quejas, la adorné entera porque siempre he sido muy inquieta y creativa, entonces esa casa quedó llena de flores, de jardines y de colores”.
Ya no vive allí. Ya su padre no existe a causa de un cáncer que le quitó la vida hace dos años y no es una ausencia que le atormente su sonrisa. Desde que se casó, entendió que no quería vivir como vivió su madre y entendió, además, que no quería que ninguna mujer viviera maltratada por otro. Esto hizo que hoy lleve veinte años trabajando con la Asociación de Mujeres Cafeteras y, sobre todo, por sí misma.
Estudió Tecnología en Proyectos Agropecuarios. Fue representante de la mujer en el municipio, después la postularon para el Comité de Cafeteros y allí estuvo ocho años. Hace parte del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) de Córdoba y estuvo postulada hace dos años al Premio Comfenalco a la Mujer. Además, lidera el grupo de danzas del pueblo y representó a la Asociación Mujeres Cafeteras ocho años, hasta octubre del año pasado.
“¿Qué me da tristeza? Que otras mujeres vivan tristes. Eso me atormenta. Que maltraten a las mujeres, a las niñas y niños. Que vivan encarceladas en sus propias fincas, que no puedan valerse por sí mismas”.
Cuando despertó del coma en la noche del tercer día, los médicos le preguntaron si recordaba algo de lo sucedido. Su respuesta fue mover la cabeza hacia los lados. Toda la carnosidad de su boca por debajo se molió. No podía hablar, solo podía hacer señas y escribir. Se fracturó todo el pecho, pero Alba estaba tranquila: sabía que ese dolor no se comparaba con los vividos en años pasados.
“Antes del terremoto yo le tenía miedo a la muerte, pavor, y después de eso ya no, porque si la muerte es así como la viví yo, estando en coma, es tranquila: sin dolor, sin recuerdos, sin sentir nada. Aprieta los dedos de las manos entre sí y calla unos segundos”.
– ¿Entonces volvió a nacer?
– Sí. Volví a nacer.
Cuando habla sus gestos dan cuenta de la valentía que la cobija como mujer. Sus cejas son negras, gruesas y largas. Sus ojos grandes y brillantes. Bebe un sorbo de café y me cuenta del lugar en el que estamos sentadas.
Alba pasa el noventa por ciento de su tiempo en el café del cual es dueña junto con siete mujeres más: Café Mujer, ubicado en la esquina del parque principal del municipio y llamado así como regalo a todas las personas que viven en Córdoba y que, con el marcado paso del tiempo, han sido testigos de la lucha diaria de la Asociación de Mujeres Cafeteras de la que ellas forman parte.
“Iniciamos la asociación gracias a Guillermo Castaño, profesor de la Universidad Tecnológica de Pereira. Nos enseñó algo llamado custodio de semillas que consistía en cultivar sanamente en nuestras fincas, todo amigablemente, velando por la seguridad alimentaria de todas las veredas del pueblo. Aquí comenzamos sesenta mujeres. Hoy quedamos ocho”.
Tiempo después, al darse cuenta que sí podían producir y ser distintas, trabajaron con Yaneth Agudelo quien formaba parte del comité de cafeteros. Ella les enseñó a hacer productos con lo que sembraban en sus fincas, a venderlos y a agruparse. Traían café, cultivos y cocinaban. Los campesinos, al darse cuenta, empezaron a bajar al pueblo y a comprarles lo que hacían.
“Lo chistoso es que cuando nosotras empezamos a trabajar no teníamos nada, entonces una prestó los pocillos, la otra la olla, la otra la chocolatera, la estufa, nos conseguimos una grequita pequeñita y así iniciamos”.
Como es un pueblo, todos se conocen con todos. Todas las que iniciaron eran mujeres de finca que tal vez no veían ninguna otra posibilidad que quedarse inmersas ahí, cocinando y siendo amas de casa. Con este proyecto sus vidas cambiaron para siempre.
“Fue muy bueno porque compartimos conocimientos y nos enfocamos en el café, hicimos un protocolo de cómo debíamos traer el café de la finca y prepararlo, porque si quedaba mal, nos lo devolvían y eso no podía pasar”.
“El café para mí y para nosotras es una forma de haberle dado un reconocimiento a la mujer. La mujer tiene que ver en todo con el café y su producción. Desde que se cosecha hasta que se sirve en una taza. Dignori, otra de las mujeres que forma parte importante de la asociación, dice que el café es hermafrodita: el café es el grano, o sea masculino, pero cuando se desenvuelve se le quita la almendra y se convierte en femenino. Así también lo veo yo. Es un regalo”.
Tienen cafés desde 1450 hasta 1850 metros de altura. Todos cultivados en las fincas de las mujeres de la asociación. Las ocho saben cultivar, recoger el café, realizar preparaciones con los distintos métodos y producir sus derivados como arequipe, tortas, y lo venden también molido y en grano.
“En este momento estamos dedicadas a hacer el ‘empalme generacional’, que consiste en enseñarle a todas las hijas y sobrinas de las integrantes de la asociación a que trabajen aquí, pero que además aprendan y hagan sus proyectos de estudio”.
Cuando le pregunto por la situación actual de la mujer me dice, alegre y segura, que ha habido mucha evolución en torno al machismo y a la forma de ver el papel de la mujer en la familia.
“Ya se ha acabado un poco ese machismo que tanto problema nos trajo al principio. Somos independientes y eso se nota. Nosotras tuvimos compañeras a quienes el marido no las dejaba venir a trabajar con nosotras, es más, nos tocaba decirles que se devolvieran para la finca, que nos respetaran el espacio, porque parecían escoltas al lado de ellas”.
-¿Qué es lo más increíble que le ha pasado en su vida? – le pregunto.
-Lo más bonito-suspira- fue poder tener hijos. Porque a mí siempre se me desbarataban los embarazos a los tres meses. Tuve cuatro o cinco abortos. Y después de mis dos hijas tuve otro aborto de gemelos. Al tiempo, cuando creía que ya no sería más mamá, tuve a mi último hijo, que ahora tiene quince años, pero casi me muero. Y me operaron al instante, porque siempre estaba en riesgo mi vida o la de mis hijos.
La vida le ha mostrado a Alba que puede más de lo que cree. Que su cuerpo es tan resistente como su mente. Le ha mostrado, además, que aunque la muerte ha hecho parte de su destino, no ha sido la que lo ha decidido.
Comprendió que su fuerza son las mujeres de su pueblo, la libertad que se merecen, la sabiduría que hay entre sus manos transformadoras y el amor por su familia. Porque cuando anochece y pareciera que todo ha acabado, amanece y, como un lucero, todo se vuelve a iluminar.